Gatsby o los espejismos de un sueño
Algunos hombres quieren demasiado.
No es solo un problema de excesos, sino de lo que es legítimo exigirle al
destino. Pero los sueños no conocen las limitaciones de quien los sueña.
En “El Gran Gatsby” la vida de un hombre
es definida por una obsesión inalcanzable. Sabe que debe convertirse en alguien
más para obtener lo que desea, y en cierta medida lo logra gracias a una nación
que tampoco creía en imposibles. Durante la primera mitad de los años 20, en la
opulencia ficticia que anunciaba a la Gran Depresión, el sueño americano
parecía una realidad irrefutable. Sostenida por una sociedad que confiaba en que
la sofisticación y el dinero pudieran comprarlo todo. El asunto no es
poseer objetos, sino el poder y la fama que llegan con ellos: “You always look
so cool” le dice Daisy a Gatsby, aun durante los días más calurosos y húmedos
del verano.
Pero para que el conjuro pueda durar las
apariencias deben mantenerse. Cuando todos poseen riqueza es necesario algo más
porque nunca es suficiente: se abren grietas y se erigen sombras del pasado que
recuerdan que las estrellas pueden nacer pero no fabricarse. Un hombre es capaz
de construirse a sí mismo pero no pasar por algo que no es sin pagar las
consecuencias. El juego no es justo y hay que arriesgarlo todo para entrar.
Bajo las risas y las fiestas de coctel
subyacen la soledad y la insatisfacción permanente. Una ansiedad frívola que el
hombre ingenuo no es capaz de comprender. Por eso observa en la distancia,
siempre ajeno y alienado, guardando secretos del mismo modo en que un mago
intentaría convencerse de su propio truco. Entonces, cuando por un instante
parece lograrlo, el trágico azar le recuerda que una época desencantada y
cínica no puede creer en la felicidad ni en el amor.
A veces lo más sabio es reconocer el
momento de abandonar un sueño. Darle la espalda a ese oasis del que no se puede
beber, aunque en un día ya lejano nos fuera prometido. La grandeza de Gatsby se encuentra más en su
enorme sacrificio y en lo que entregó generosamente que en la excentricidad de
su riqueza. Resulta irónico que no tuvo tiempo para entender que en lo que
nunca alcanzamos también es posible encontrar la redención.
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