La muerte de Eudomar Santos

 En términos muy generales, la ecuación está compuesta por tres elementos: Chavismo, Oposición y Población civil.

El chavismo manipula el sistema democrático a través de la politización y la ideologización de las instituciones para legitimar su régimen totalitario. Persigue el apoyo popular empleando la propaganda y la demagogia como políticas de estado. La doctrina marxista, la cual le da forma e identidad, le obliga a nacionalizar los medios de producción para controlarlos y neutralizar el poder del sector privado, que representa una amenaza constante para la revolución. Pero, para mantener las mínimas apariencias de un gobierno democrático, no puede apoderarse de todo.

En un escenario ideal, las empresas socialistas operarían al máximo de sus capacidades y serían capaces de abastecer gran parte del mercado interno. Luego, el espacio entre la demanda nacional y la oferta de la industria revolucionaria sería cubierto con importaciones financiadas por PDVSA. Hay que reconocerlo, en teoría parece un modelo eficaz para perpetuarse en el poder: dominio político de las instituciones del estado, control de la economía y los medios de producción, adoctrinamiento de las masas. Tríada revolucionaria y núcleo central del socialismo del siglo XXI.

En la práctica los resultados son muy distintos. El modelo ha colapsado, entre otros factores, por una corrupción grotesca y una ineficiencia despiadada que unidas a severas restricciones cambiarias hacen imposible la recuperación del mercado. Sin dólares ninguno de los sectores puede producir. Para apagar el incendio el gobierno acude a PDVSA, pero es imposible sostener por mucho tiempo toda una economía financiada. Frente a este escenario, incapaz de controlar los medios de producción y reactivar la economía, el gobierno se ve forzado a radicalizar su dominio político y masificar la propaganda. Esto explica la reciente creación de las milicias obreras, la ley para exigir que las empresas privadas (y sus empleados) se inscriban en el registro militar, el aumento del presupuesto para el Ministerio de Defensa, y la adquisición de nuevos medios de comunicación. La estrategia del gobierno es clara: contrarrestar el fracaso económico imponiendo una hegemonía militar y comunicacional para prevenir y someter posibles manifestaciones en su contra. El funcionamiento del plan requiere que la protesta sea criminalizada. La manifestación popular debe estar vinculada al golpismo, a la violencia, al fascismo, al odio, a la intolerancia y al irrespeto. Los voceros del gobierno ya han introducido este discurso en la opinión pública.

Por su parte, la oposición, estigmatizada por los acontecimientos de abril de 2002 y el fracaso del paro petrolero, ha decidido transitar exclusivamente por el camino institucional para derrotar al chavismo sin sembrar dudas sobre su inquebrantable espíritu democrático. Esto significa que los únicos mecanismos válidos de expresión y participación política son los procesos electorales y las instituciones del Estado. Henrique Capriles y los dirigentes de la MUD saben perfectamente, al igual que todos los ciudadanos del país, que el gobierno ha politizado las instituciones para garantizar su dominio político. Asamblea Nacional, CNE, TSJ, Fiscalía, Contraloría, Defensoría del Pueblo y FAN, son presididas por militantes activos del PSUV y funcionarios comprometidos ideológicamente con el chavismo. El mensaje es obvio: Vayan y reclamen, de todos modos no obtendrán respuesta. Ningún organismo en Venezuela tiene la voluntad ni la independencia necesaria para impartir justicia, funcionan como instrumentos de legitimación al servicio del poder. El informe del Instituto de Altos Estudios Europeos, en el cual se denuncia un “vicio de nulidad que afecta a todo el proceso electoral”, es una evidencia contundente de esto.

Por lo tanto la estrategia de la oposición se proyecta a largo plazo. Su visión es que ningún gobierno tan corrupto e ineficiente puede sostenerse y mantener el apoyo popular por mucho tiempo. La mediocridad de Maduro es tan escandalosa, que más temprano que tarde no habrá fraude electoral capaz de perpetuarlo en el poder. Por eso a Capriles repite constantemente que el gobierno va a “implosionar”, asume que ya ha comenzado a destruirse desde adentro y que su caída es inevitable. El proceso sigue su curso y mientras tanto el país debe esperar. Las instituciones son una fachada, pero hay que actuar como si funcionaran para que un nuevo gobierno sea reconocido en el futuro.

La desobediencia civil, garantizada como un derecho en la Constitución, ha sido descartada. Con el argumento de evitar la violencia a toda costa, Capriles ha aceptado implícitamente la criminalización de la protesta popular planteada por el gobierno. El discurso agresivo contra Maduro durante la campaña y después de las elecciones ha sido reemplazado por uno que se limita a la denuncia. Palabras como “fraude”, “espurio” o “ilegítimo” ya no son utilizadas. El nuevo foco son las elecciones del 8 de diciembre, esto explica que Capriles ya no diga que “se robaron elecciones” sino que contra una votación masiva no hay “ventajismos” que valgan. Con la colaboración de Henrique Capriles el chavismo ha consolidado el dominio sobre el descontento ciudadano, la disensión ha sido desarticulada. Actualmente la única “amenaza” para el gobierno es la protesta digital, Internet es el único espacio que le queda a la gente para expresar su frustración.

En este punto lo más lógico es preguntar: ¿es todo esto parte de un acuerdo o de una estrategia? ¿es ingenuidad o simple mediocridad? Poco importa porque, sea cual sea la respuesta, el país continúa hundiéndose en el abismo. El ciudadano común es quien sufre las terribles consecuencias de la debacle económica, pero sobre todo del fracaso del liderazgo político de ambos bandos. El gobierno y la oposición le han fallado nuevamente al país, han convertido su destino en un patético circo de escándalos, insultos y mentiras. El país se encuentra desgarrado por una crisis histórica construida durante 14 años por el sistema ideológico chavista, frente al cual la oposición propone la paciencia. Una espera sostenida por la confianza en el espíritu democrático de un gobierno cínica y descaradamente totalitario.

La incógnita de la ecuación es por qué el venezolano ha elegido acatar las órdenes que de un lado y del otro, por qué ha tolerado la corrupción, el abuso y el engaño, por qué no ha estallado en la peor crisis de su historia, por qué ha renunciado a su derecho a protestar, por qué le indigna que alguien tranque una autopista y no que nadie haga absolutamente nada, por qué sigue escuchando promesas, por qué sigue esperando que “alguien resuelva.”

Algunos dirán que el problema es el fetiche del caudillo militar latinoamericano, el culto al líder, los que criticaban a los chavistas ahora se hacen llamar caprilistas, que la revolución es incapaz y corrupta porque así somos nosotros, y cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Otros dirán que los venezolanos nos reímos de todo y que nunca hacemos nada, que todavía hay dinero en la calle, que los vuelos a Miami siguen llenos, que somos así porque los indios eran flojos porque les caían los mangos en la cabeza, que la culpa es de los adecos y los copeyanos, que aquí lo único que importa son las mujeres, la cerveza y la arepa, porque la verdad es que en el fondo los venezolanos somos Eudomar Santos.

Tal vez haya un poco de todo eso, quizás sea algo mucho más complejo. Sin embargo, nuestra realidad no podría ser más criolla, vivimos la típica tragicomedia novelera: Hugo prometió llevarnos al mar de la felicidad pero se fue y nos dejó nadando en un mar de mierda.

“¡Qué desgracia! ¿Quién nos salva?” Preguntó Desorden. Como respuesta queda el epitafio que Ibsen Martínez escribió para Venezuela en los años noventa: “Como vaya viniendo, vamos viendo”.

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