Una Historia de Violencia

 
En su concepción el chavismo no es un proyecto político democrático sino revolucionario. A pesar de los diversos intentos, en distintos países y épocas, la realidad demuestra que en última instancia los términos “Democracia” y “Revolución” son antagónicos. El gobierno venezolano ha consolidado su poder durante 14 años con estrategias totalitarias coherentes con un modelo político absolutista que se involucra en todas las esferas de la vida pública y privada, interpretando en el sentido más crudo y sensual la frase “Todo es política”.
 
Las instituciones del estado han sido politizadas sistemáticamente. El Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral y la Asamblea Nacional funcionan como entes políticos del proceso revolucionario con las FAN y las milicias como brazos armados. A través de estos entes, el chavismo impone una hegemonía que es transmitida al país como propaganda ideológica a través de una red de comunicación masiva encabezada por VTV.
 
El estado de derecho ha sido degenerado para legitimar un proyecto político que se niega a aceptar el principio de alternabilidad. Para el chavismo no existe otro modelo, solo es capaz de reconocerse a sí mismo. Toda disidencia es reducida a la traición, al imperio, a la mentira, a la derecha, al fascismo, a la burguesía o a cualquier otro adjetivo que la descalifique como alternativa. Para el gobierno ninguna oposición es una opción porque siempre es la misma. Bajo esta visión el país ha sido reducido hasta convertirse en un territorio de polarización absoluta en el que solo existen revolucionarios o apátridas. Esta lógica maniquea es la que le ha permitido al gobierno insultar, golpear e ignorar sin remordimientos. La disidencia es satanizada y despreciada para justificar su desconocimiento, de este modo el dominio de la supuesta mayoría se convierte en un acto de defensa soberano. En este sentido el objetivo final de la propaganda es la apología de la agresión, y es indudable que en gran medida lo ha conseguido. Casos como el de la jueza Afiuni o la reciente agresión en la Asamblea Nacional, son testimonio de la violencia ejercida como política de estado.
 
El chavismo se han encargado de imponer la tiranía de sus mayorías durante 14 años en los que el principio de representación también ha sido distorsionado. La minoría, aunque es al menos la mitad del país, existe pero es presentada como un agente desestabilizador que amenaza los intereses nacionales. El gobierno, sosteniendo una fachada de tolerancia y apertura al diálogo, cede ciertos espacios políticos de menor importancia para mantener las mínimas apariencias que corresponden a un régimen democrático. Esto se observa en las alcaldías, gobernaciones y en la Asamblea Nacional, donde la oposición tiene menos diputados a pesar de haber obtenido mayor cantidad de votos, por nombrar un ejemplo entre cientos.
 
Actualmente, y tal vez más que nunca antes, los mecanismos de representación, las instituciones y los poderes del estado funcionan como instrumentos para consolidar el poder y garantizar la continuidad de su dominio político. La democracia es un recurso de la revolución, al ser reconocida por la población como sistema, con todas sus distorsiones y degeneraciones, le otorga legitimidad inmediata a quienes la representan. La pregunta es: ¿qué podemos esperar de este escenario?
 
Las conocidas actuaciones del CNE, Asamblea Nacional, Fiscalía General de la República, Tribunal Supremo de Justicia y las Fuerzas Armadas Nacionales, son clara evidencia de que el fraude electoral, la corrupción, la inseguridad, la violencia y la impunidad, son causas que no serán canalizadas institucionalmente salvo para apaciguar manifestaciones esporádicas de descontento en los sectores populares. Es por esto que los reclamos ciudadanos son trasladados a la esfera política y convertidos en ataques que una supuesta élite planifica contra el pueblo. Incluso el desabastecimiento de alimentos y la desaparición del papel toilete han sido presentados como parte de una conspiración de los eternos enemigos de la patria revolucionaria.
 
El camino institucional debe recorrerse para cumplir con todos los requisitos legales, en respeto y reconocimiento de la constitución, pero no debe valorarse como algo más que un formalismo. La opinión pública, los ciudadanos y los actores políticos saben que esta vía no conduce a la justicia ni a la resolución de nuestros problemas. En este sentido el entendimiento tácito entre el gobierno y la oposición es evidente: las instituciones no son imparciales y están politizadas pero deben guardarse las formas para honrar al sistema democrático. La realidad es que los conflictos va a resolverse en el terreno político y nosotros, como población civil, también estamos conscientes de esto y en alguna medida lo hemos aceptado.
 
Es cierto que el país atraviesa la que probablemente sea la peor crisis de su historia, solo los sectores más cínicos y dogmáticos pueden atreverse a negarlo. Cuando una Asamblea Nacional tiene que aprobar de emergencia un crédito para importar papel higiénico y se considera marcar a los consumidores para regular el consumo, las situación es grave. Sin embargo algo tiene que quedar muy claro: los gobiernos no “implosionan” ni “se caen solos”, los gobiernos pierden elecciones o son forzados a entregar el poder por la voluntad popular o por un golpe de estado. Quienes piensan que la corrupción y la ineficiencia van a llevar a Maduro a renunciar demuestran no solamente una severa miopía para analizar el escenario político del país, recorriendo la delgada frontera entre el cinismo y la estupidez, sino un peligroso desconocimiento histórico sobre el comportamiento de los proyectos políticos que pertenecen a la izquierda marxista.
 
Maduro está absolutamente decidido a cumplir su período constitucional de seis años, pero más allá de eso, su objetivo principal, y el de todo el chavismo, es consolidar la revolución como un proceso político e histórico que conduzca definitivamente el rumbo de Venezuela. El deseo más profundo de la revolución bolivariana es conseguir perpetuarse a sí misma ad infinítum. Quien a estas alturas no lo haya entendido no ha estado prestando atención. La creación de ministerios, los nombramientos de jueces, las reformas electorales, la nacionalización de la industria y los controles sobre el sector privado, tienen múltiples ramificaciones pero un propósito común: controlar todos los mecanismos de poder.
 
El engranaje totalitario además está integrado por la hegemonía comunicacional, que ha sido alcanzada casi por completo (solo resta regular Internet) y el monopolio de la violencia. Este último ha sido asegurado por un cuidadoso trabajo ideológico y el manejo de las jerarquías militares a través de la promoción de oficiales comprometidos con el chavismo. Con el incentivo adicional de constantes aumentos salariales y la oportunidad de participar en una red burocrática involucrada en negocios millonarios de distintos tipos. La ortopedia revolucionaria sobre la FAN se ha implementado a través de tres procesos fundamentales: politización, ideologización y corrupción. Votan, juran lealtad a Chávez Comandante Supremo y se enriquecen mientras lo hacen.
 
A pesar de esto, Maduro ordenó recientemente la creación de una nueva milicia obrera, integrada por dos millones de trabajadores patriotas. Es irrelevante si realmente consigue armar y entrenar a dos millones de obreros, solo doscientos mil tendrían la capacidad de resistir amenazas internas y externas. Para protegerse frente a posibles enfrentamientos en el núcleo del chavismo se ha proporcionado un nuevo brazo armado para equilibrar la influencia de poderes. Independientemente de su efectividad y de que eventualmente cumpla su propósito, para la disidencia y la población civil general es una terrible noticia. El monopolio legítimo de la violencia es uno de los elementos constitutivos de una Nación y ha sido degenerado para defender un proyecto político totalitario que, aunque muchos aun no lo creen, está dispuesto a utilizar sus armas. Ya lo ha hecho dos veces, en Febrero y Noviembre de 1992.
 
La polarización del país ha llevado a los distintos sectores de oposición, con mayor o menor resistencia, a concentrarse alrededor de Capriles. Como líder político, después de un proceso electoral que él mismo ha declarado fraudulento, se enfrenta a un escenario sumamente complejo. Capriles se define a sí mismo como un demócrata pacifista, y rechaza cualquier camino que haga uso de la violencia para alcanzar sus objetivos. Incluso se ha referido a este proceso como una “lucha Gandhiana”. Esta convicción, para él, deja abierto un único camino: el institucional. Para reclamar justicia, Capriles se ha dirigido a los organismos competentes cumpliendo con los requerimientos legales. En este momento espera la decisión del Tribunal Supremo sobre la admisión o inadmisión de la impugnación de las elecciones del 14 de Abril. Ha transcurrido más de un mes y la Sala Electoral únicamente se ha pronunciado para rechazar dos de las tres recusaciones que buscaban inhibir a los jueces por su falta de objetividad. No hay que ser un profeta para saber cuál va a ser el resultado.
 
El problema no es que Capriles haya acudido a las instituciones para resolver el conflicto. El apego a la constitución es un principio necesario para otorgarle a las medidas que han sido planteadas verdadera legitimidad y legalidad, más allá de las valoraciones políticas y éticas que puedan realizarse, eso es incuestionable. El punto de quiebre aparece cuando Capriles es incapaz de reconocer la bipolaridad del escenario, cuando parece haber olvidado que en este juego el gobierno ha establecido todas las reglas y condiciones. Su estrategia es esquizoide porque no reconoce al gobierno de Maduro pero sí a las instituciones que lo llevaron al poder y lo legitimaron. No es coherente porque actúa como si el CNE, el TSJ o la Asamblea Nacional pudieran funcionar con imparcialidad cuando es evidente que no es así. Es predecible porque su rango de acción se ha reducido a los dos polos propuestos por el gobierno: falsa institucionalidad o violencia. El bloqueo constitucional del gobierno tiene el propósito de conducir a Capriles por la vía que no está dispuesto a transitar: la confrontación. Por eso ha permanecido dentro del engranaje, intentando destruirlo desde adentro, buscando que “implosione” para que termine de derrumbarse.
 
Capriles y la MUD están apostando a la crisis política y moral del chavismo. A socavar sus bases exponiendo sus escándalos porque “ la verdad siempre derrota a la mentira.” Lo que esto implica, aunque a simple vista no sea muy evidente, es que el país debe esperar. El país debe esperar a que las condiciones estén dadas para que un referéndum revocatorio o nuevas elecciones con una votación masiva derroten democráticamente al gobierno “espurio.” Por esto Capriles habla de fraude cuando denuncia a Maduro y de “ventajismo” cuando llama a votar en diciembre. Como la oposición no está dispuesta a liderar un movimiento civil de desobediencia, prefiere defender los espacios que el gobierno le ha concedido con las mismas reglas de juego, es mejor tener algo que nada. La estrategia de Capriles se apoya en la convicción de que la popularidad de Maduro va a seguir descendiendo y que eventualmente alguno de los mecanismos democráticos, revocatorio o elección, van a ofrecer resultados que ningún fraude podrá esconder. La oposición cree que es imposible que un gobierno tan corrupto e ineficiente se sostenga, asumen que la terrible realidad del país va a destruirlo y su función será consumar lo que ya está hecho. Mientras tanto, que la gente siga protestando a través de las redes sociales acompañada por el ocasional cacerolazo .
 
Esta visión es problemática en distintos niveles. En primer lugar hay que hacer una pregunta elemental: ¿Puede esperar el país uno, dos o seis años más? Luego, independientemente de la posibilidad de la espera, también es necesario que el gobierno cumpla con su parte, es decir, seguir hundiendo al país hasta que “el mar de mierda” del que hablaba Mario Silva arrase con todo. Pero, más importante todavía, y este es el punto clave, el chavismo tiene que estar dispuesto a aceptar el fracaso de su proyecto político y entregar el poder limpia y voluntariamente. Es aquí donde encuentro más preocupante el análisis de Capriles y la MUD. Durante todos estos años la revolución ha expuesto su verdadera identidad en su discurso, pero sobre todo a través de sus acciones.
 
El chavismo ingresó al escenario político venezolano con dos intentos fallidos de golpe de estado. Públicamente reconoce a Marx como máximo referente ideológico, promueve valores socialistas que ha intentado imponer interviniendo en el sistema educativo y proponiendo la creación de la propiedad comunal. Buscó el apoyo de Fidel Castro y convirtió a la revolución cubana en su máximo referente: importó sus médicos, adquirió sus servicios de inteligencia y le entregó una concesión para administrar el sistema de identificación venezolano. Ha creado milicias para garantizar la defensa de la revolución y condona la existencia de otros grupos paramilitares asociados al chavismo como la FBL y el Colectivo La Piedrita, entre otros. Ha secuestrado funcionarios públicos y extranjeros sin presentar pruebas ni garantizar el debid proceso, como en los casos de la jueza Afiuni y el documentalista Tim Tracy. Ha financiado operaciones de espionaje y extorsión con fondos del estado a través de personajes como Mario Silva, Wilmer Ruperti y Heliodoro Quintero. Silva incluso contaba con un sueldo de PDVSA y financiamiento con el cual construyó un estudio de televisión privado en su residencia. El chavismo ha alterado resultados electorales con un Registro Electoral Permanente en el que han votado más de cien mil personas fallecidas y miles de ciudadanos llamados BATMAN y Venezuela Socialista Libre. Ha politizado e ideologizado todas las instituciones del Estado asignando militantes del PSUV en los cargos directivos, utilizando su estructura como una plataforma política de legitimación y propaganda. Modificó la constitución, que creó y ha violado en innumerables ocasiones, para perpetuarse en el poder indefinidamente.Todo esto, y mucho más, lo ha hecho frente a los ojos del país. Incluso aquello que ha intentado esconder ha quedado al descubierto. Son evidencias de palabra y de hecho: el chavismo nunca perdió su identidad, simplemente ha aprendido a adaptarse.
 
Desconocer la naturaleza de tu adversario suele tener terribles consecuencias. Uno de los grandes peligros de la izquierda marxista es que no solo justifica la violencia, la necesita, es parte de su dinámica interna. La confrontación es uno de los motores que impulsan y purifican la Historia, por esto el hombre revolucionario siempre está dispuesto a la lucha. Capriles tiene que entender que lamentablemente esta crisis no puede resolverse en los términos que él quisiera. El chavismo ya eligió la radicalización política y la violencia, la oposición no está en condiciones de evitar la confrontación, a lo sumo podrá retrasarla. Para que el pacifismo sea efectivo tiene que ser reconocido por el otro, para que pueda haber paz ambos tienen que quererla. La hazaña de Gandhi fue posible porque se enfrentaba a un régimen que, aunque era imperialista, reconocía ciertos derechos mínimos de disensión y no estaba dispuesto a matar para imponer su voluntad. Varios funcionarios del gobierno británico estimaban a Gandhi y admiraban sus métodos, a pesar de eso tuvo que marchar más de 400 kilómetros, tolerar la represión y el encarcelamiento de cientos de sus seguidores. Habría que ver si el pacifismo gandhiano funcionaría en un régimen como el de Stalin, en el que los disidentes desaparecerían en medio de la noche para ser torturados y asesinados. Cada movimiento histórico tiene su contexto, y el de Gandhi ciertamente no es el nuestro. La realidad venezolana está más cerca de la Unión Soviética que de una democracia liberal imperialista. Cuando el chavismo se sienta amenazado creará las condiciones para un nuevo escenario de violencia y atacará como lo ha hecho en otras ocasiones.
 
Al extraer la protesta civil de la ecuación, Capriles ha entrado en un laberinto político que no tiene salida porque el gobierno controla todas las instituciones y los mecanismos de poder. Ha sido convertido en una especie de Sísifo que desde una cuenta de Twitter narra su batalla épica contra la piedra, reclamando justicia de unos dioses que desde el principio querían verlo exactamente así: solo y destinado a repetirse para siempre. Capriles debería entender que el tiempo no solo desgasta al gobierno. La mitad de un país espera en los márgenes, instalada en la comodidad que la caracteriza., esperando que algo pase (¿y qué más podría pasar?), o que alguien le diga qué hacer.
 
La historia está llena de espejos en los que podemos mirar y reconocernos a nosotros mismos, pero el azar oportunamente nos ha señalado uno en el presente. Turquía es el recuerdo de una profunda verdad corroída por el lugar común y el cliché: el poder está en la gente, en las grandes concentraciones, en la rebelión de las masas. Todo gobierno, no importa cuán totalitario, violento y despótico, tiene un número que fija su límite. Su resistencia está asociada a la cantidad, cientos de miles o millones. Sin violencia y sin miedo en las plazas, en las calles, en todas partes. Por eso el individuo siempre es perseguido, reprimido y manipulado por el estado totalitario. “El pueblo unido jamás será vencido”, no hay que darle tantas vueltas. Mientras tanto el pacifismo degenera en pasividad y el país se desliza hacia un abismo que no es negro sino rojo, rojo eternamente.

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