Disolvente Universal


 

La monotonía del limpia parabrisas lo aburría desde hacía rato, entonces decidió encontrar una distracción en el incesante goteo, buscando algún tipo de música pero era imposible. Suspiró y articuló un ruido para escuchar su propia voz. Lo invadió un ocio reflexivo que, acondicionado por la humedad y el intenso frio, le hizo sentirse poeta. La cabeza apoyada en el vidrio ya pesaba de tanto esperar, y ahora un poco más que comenzaba a pensar. En su mente, como siempre, no había respuestas, un par de preguntas y poco más. Por qué, la palabra elegida era por qué, como la de todos los hombres en busca de sentido. Esperó un instante e intuyó que se anunciaba el ritmo, que aquel nudo de ideas se articulaba en algo que empezaba a parecerse a la coherencia. Lo sintió arar surcos y abrir caminos descendiendo por el cráneo hasta el centro de su cuello. Tomó aire y dijo:

Si viniera a diluir el pasado, si llegara para expiar culpas, y si en su oscuridad fuera posible volver a comenzar. Si pudiera arrastrar la violencia, si la ahogara y la perdiera en una descomunal demostración de fuerza. Si disolviera la indiferencia, y sus corrientes arrasaran con el rencor y el olvido universales; si pudiera quitar manchas y lavar nuestros errores. Si pudiera beberse y saciara la sed, si regara los campos y los hiciera florecer. (En este punto se detuvo y pensó que era el peor poeta que jamás había existido, luego continuó). Si no fuera una prueba y no destiñeran los colores, si no cayeran las máscaras que esconden los errores. Entonces valdría la pena. (Le sonó bien pero se dio cuenta de que había repetido la palabra “errores”)
Se había distraído, disfrutaba jugando a ser lo que no era mientras la ola de barro descendía indetenible hacia los autos. Desde la montaña caían enormes piedras rojas que multiplicaban la violencia del agua. No la vio venir, todo se inundó inmediatamente por la masa ingente que lo arrasaba todo. Oyó el metal crujir y el chillido de los cauchos al despegarse del pavimento. Un tubo roto perforó el vidrio y el lodo y los escombros comenzaron a entrar. No creyó que pudiera ahogarse, pero se sintió perdido al verlo todo flotar en medio de la marea que ya olía a muerte. Al saborear la tierra y el óxido del océano que se lo tragaba a él y a su auto, pensó que tal vez sería mejor despedirse pero no quiso hacerlo. Aún con el zumbido en los oídos, aturdidos por el barro que ya inundaba cada orificio de su cuerpo, pudo distinguir los gritos que pedían auxilio y rogaban por él, todo al mismo tiempo. No podía nadar, ya no podía moverse, se dejó llevar y aceptó perderse, su cuerpo se resistía a luchar. Entonces recordó el sonido del limpia parabrisas y le pareció el más hermoso del mundo, cerró los ojos, e imaginó la música del goteo, la cabeza que pesa de tanto esperar y las palabras de un mal poema que nunca sería escrito.

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