La Distancia

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Sinceramente, esto no se trata de explicar, racionalizar o incluso analizar. Porque muchos, si no todos los problemas que se plantean a continuación carecen de lógica, anulan el sentido y se rehúsan a ser explicados. Son problemas que conducen al ser humano al borde de su racionalidad e incluso de su espiritualidad, no porque una complejidad abrumadora lo conduzca a tales límites, sino porque sencillamente es más de lo que un sólo hombre puede soportar. Por esto es que generalmente cuando se habla de estos temas suele hacerse uso del término “la humanidad”, porque de otra forma sería imposible asumir y enfrentar las implicaciones de estos hechos.
En realidad, parece poco factible asumir algo de esto porque en cada tragedia siempre se encuentran culpables y siempre se encuentran causas, pero nadie sabe cómo y por qué siempre vuelven a repetirse. Como si los dedos apuntaran siempre al lugar equivocado y hayan pasado por alto la verdadera causa de estas atrocidades. Quizás en algún rincón del inconciente, o en una esquiva memoria colectiva se encuentre alojada esta idea de que el hombre, frente a sus propias tragedias es una especie de efecto colateral o un simple instrumento dentro de un plan mayor. Y muy probablemente sea esta idea alojada en nosotros la que nos ha impedido evitar dichas tragedias y la que nos ha llevado a revivir nuevamente, en distintos períodos, los actos que en su momento juramos jamás volverían a repetirse. Quizás sea el hecho de que el mismo hombre es agresor y víctima, probablemente sea que es el mismo hombre quien se presenta como genocida y masacrado, y esto produzca alguna reacción ambigua en nosotros y nuestro yo interior se vea reflejado un poco en ambos lados. El hecho es que la racionalización de las tragedias se ha convertido en un cliché histórico. El anexar las mayores atrocidades imaginables a alguna idea abstracta se ha convertido en lugar común de nuestras sociedades. Palabras como “pueblo”, “humanidad”, “ser humano”, “Hombre” e incluso la misma “sociedad” son algunos de estos términos ya desgastados, a los que recurrimos una y mil veces para explicar, justificar, analizar (o cualquier cosa que se le ocurra) ciertos acontecimientos que en su mayoría no pueden ser explicados, analizados o entendidos en el sentido tradicional.
¿Por qué? Porque su nivel absolutamente desmesurado, su violencia radicalmente incendiaria y descarnada trae consigo una devastación tan intensa e implacable que no pueden existir argumentos racionales que equiparen en proporción la virulencia que produjo realmente los hechos. En ocasiones la realidad se torna tan cruda que los conceptos parecen parches de cartón, pedazos de papel mojado que se deshacen en cuanto tratamos de compararlos con la realidad. Un hombre y un grupo de cientos, miles o millones de individuos son capaces de tal grado de aniquilación y desolación que jamás podrán inventarse palabras para describirlas. Su brutalidad es tan inmensa que las letras carecen de sentido en el mismo instante en que comprendemos, muy de lejos por supuesto, lo que se nos quiere decir con ellas. El problema es que no existe una mente capaz de imaginar las atrocidades cometidas por la “humanidad”, ni siquiera la mente que más tarde ha de cometerlas, pues tan sólo poseen un dibujo, un bosquejo que se vuelve algo ridículo en cuanto se enfrenta a la realidad del hecho perpetrado. Toda imaginación, todo sueño delirante y toda maquinación maléfica son solo un bostezo, un vago reflejo, un juego infantil al lado de la acción que toca la tierra. Nada puede compararse con ello, nada puede representarlo, nada puede definirlo y por lo tanto, no puede explicarlo.
Al escuchar o leer alguna narración de un acontecimiento de este tipo, tan sólo captamos el concepto, la significación de las palabras que interpretamos y enlazamos, pero la realidad, la vivencia y el ardor de la tragedia se escapa por completo. Debemos entender primero que la muerte no es un concepto para comenzar a descubrirla realmente, sólo el que se encuentra en la agonía o ha vuelto milagrosamente a la vida puede comprender lo absurdas que son las palabras y lo pueriles que suenan los conceptos al lado de una realidad que no admite definiciones y menos aun racionalismos seudo intelectuales. La crudeza, la atrofia y la degradación absoluta que ha alcanzado la voluntad humana no puede ser reducida a un mero concepto con “significado”, no puede ser anexada a un conjunto abstracto de personas inexistentes que llamamos “humanidad”, como quien quiere repartir la culpa entre todos para que no pese tanto.
El hecho es que deben dejar de ser utilizadas como recursos que asienten a los mandatos de los líderes mundiales. El “pueblo” no puede seguir siendo la muleta que utilizan la izquierda y la derecha para realizar todas las porquerías de las que son capaces en nombre del pueblo. ¿Quién es el pueblo? ¿En dónde está el pueblo? El pueblo es un espejismo, una voluntad imaginaria que les pide a gritos a los líderes, delirantes por la fiebre del poder, que hagan esto o aquello. El pueblo es el asistente, es la secretaria servil que firma todo lo que al jefe le da la gana. Eso es el pueblo: Un empleado, un subalterno dopado que sólo sabe aplaudir y actuar como masa; el pueblo es lo que a ellos les da la gana. Lo mismo sucede con “la humanidad”, “la raza” y “la sociedad”. Son conceptos vacíos y huecos que se dirigen a todos y a ninguno. Son recursos conceptuales con los cuales nos han llevado de un lado a otro y por los caminos más dispares, a cometer en ocasiones los excesos más estúpidos, absurdos y cruentos que ninguna mente es capaz de soñar. En nombre de la humanidad, la raza y la sociedad, se han llevado a cabo, y se realizan todavía, las empresas más demenciales, violentas y destructivas del universo entero. Y por supuesto, la culpable siempre es la humanidad, la raza o la sociedad: “Es que la humanidad no ha aprendido”, “es que nuestra sociedad debe aprender una lección”.
¡Mentiras! Nadie sabe, ni nadie ha sabido nunca qué es ni donde están esas abstracciones multiuso de las que se valen el poder y los intelectuales de empaque. Mientras tanto, cada uno en la comodidad de sus hogares proyecta su granito de culpa y de indiferencia en “la sociedad” o en “la humanidad”, como si ellos no pertenecieran a la misma, o como si por el hecho de ser todos culpables no importa tanto que haya sucedido porque nadie puede juzgarme; la palabra es demasiado grande para reconocerme responsable, demasiado amplia para involucrarme. Como todos hemos lanzado la piedra, todos estamos libres de pecado. “¡Que horror lo que sucedió en Rwanda!”, “!el holocausto no puede repetirse jamás¡”. Y ¿por qué? ¿Cómo y por qué no va a repetirse? ¿Quién lo va a evitar? ¿La humanidad o la sociedad? ¿De cual dimensión inexistente van a materializarse súbitamente unos ambiguos conceptos metafísicos que han sido prostituidos por siglos si ningún pudor y sin ninguna conciencia? ¿De dónde va a salir la humanidad a interceder por quien? Sin embargo, misteriosamente, continuamos refiriéndonos a la humanidad como la responsable. Sinceramente, pobre la humanidad en donde quiera que esté. Ha sido el chivo expiatorio por generaciones enteras de todo lo que han perpetrado miles de hombres mientras ellos, los héroes y los responsables de la historia permanecen en la sombra de lo privado, ajenos a lo que ellos mismos han consumado. Cuantas cosas no se han hecho en nombre de la humanidad y cuantas tragedias no se anexan a esta. Provocaría una risa cínica y desesperada tener que nombrar aquí, o enumerar siquiera, las monstruosidades cometidas través de la historia. Sin embargo, lo realmente vergonzoso, triste y extremadamente preocupante es que ¡sí sería necesario nombrarlas porque muy pocos las conocen! ¡La humanidad si lo sabe, pero la mayoría en sus casas lo ignora por completo!
Hoy, a más de diez años del genocidio en Ruanda son pocos, realmente pocos, los que tienen al menos una idea de lo que sucedió. Mucho menos conocerán la historia de sierra leona, los países centroamericanos o las tragedias de los albaneses y los kurdos. El gran problema, el problema crítico es que no podemos aprender nada porque no sabemos nada. El único reducto de alerta existe gracias al Holocausto y la historia de los supervivientes. Esto es tan cierto que Hitler representa actualmente la identificación con el mal absoluto. El Holocausto es la referencia del peor mal imaginable y de la degradación más profunda. Es prácticamente el límite a partir del cual el hombre dejó de ser hombre y se convirtió en otra cosa. Pero el problema es que antes y después de la segunda guerra mundial el hombre se ha empeñado en convertirse en otra cosa a diario. Lo trágico es que en la realidad cotidiana del siglo XXI viven hombres que consumen su existencia totalmente desfigurados, convertidos en odio, en sangre, en amputaciones y violencia despiadada. Hoy, mientras se escribe esta reflexión, miles son masacrados y torturados en diversos puntos del planeta de la manera más vil y cruel posible. Mientras este artículo es leído los líderes de las masas dirigen estas matanzas absurdas tan libres como un manantial que brota. El asesinato y el crimen se encuentran en nuestras caras mientras las ejecuciones se anexan a la humanidad. Y en las noches, en el “prime time”, enriquecen productores que “analizan” y crean conciencia sobre estos “temas” que “agobian” a la “sociedad moderna”: La muerte como industria del entretenimiento.
¿Cómo diablos se crea conciencia de una cabeza cortada? ¿Cómo se crea conciencia de la piel derretida por el fuego de las bombas? ¿Cómo se crea conciencia de ciclistas suicidas? ¿Cómo se crea conciencia de la guerra y de la muerte? Conciencia para el espectador detrás del televisor, masacre y desolación para el que vive la tragedia. Nosotros aquí, escribiendo y leyendo, ellos allá, sufriendo y muriendo. Repito, ¿Cómo se crea conciencia de esto? Y más aun, que rayos quiere decir “crear conciencia”. Quiere decir que usted se acueste preocupado en la noche por lo que escucho y lo que vio o que lea el periódico al día siguiente para enterarse de lo que ha sucedido. ¿Qué quieren decir ellos realmente? ¿Cuál es el objetivo? Que usted les cuente a sus hijos que la guerra es mala y la paz es buena. Que la democracia es bonita porque ofrece tranquilidad y libertad. ¿Eso es crear conciencia? ¿Que veamos la miseria de los que caen para que demos gracias por estar del otro lado de la pantalla? Eso se parece más a crear indiferencia. Se parece más a racionalizar y explicar lo inefable para calmar las conciencias. A buscar excusas y fundamentos que sirvan de palanca para lanzar la culpa al mundo y colocarla en un lugar en donde no moleste a nadie. Colocarla en una cajita de recuerdos que llena libros que luego se transforman en películas y documentales muy conmovedores. Y así usted sale del cine diciendo “tenemos que cambiar”, “esto no puede ser”, etc y etc. Sin embargo, usted mismo no se da cuenta (o tal vez si) de que por haberlo visto en un cine, un noticiero o un periódico, usted se encuentra a una distancia segura, en una lejanía cómoda que ya parece apatía, y que le da una vaga sensación, una leve idea de que “eso a mi no me va a pasar”, “eso aquí nunca podría suceder”. De lejos, el horror se parece a la ficción.
Con lo que volvemos al punto de inicio: Las palabras, los conceptos, las ideas y las imágenes no dan cuenta de la realidad. La realidad es mucho más que el lenguaje y mucho más de lo que somos capaces de pensar, sentir y decir. Nuestro entendimiento ni nuestro intelecto pueden atrapar el impacto, el ruido y la vivencia del que se encuentra allí. La realidad es tan real que hace volar en pedazos cualquier construcción teórica y muestra lo vacías y absurdas que son. Muestra que en última instancia son inútiles, que quizás sirvan para jugar a que comprendemos los fenómenos del mundo y que pueden explicarse y evitarse “creando conciencia”. Ojala la palabra Holocausto recogiera al menos una ínfima parte del dolor, el sufrimiento y el infierno supremos por el que atravesaron millones de personas. Ojala la palabra genocidio impregnara en la mente el olor a sangre y a descomposición de cuerpos. Ojala con ella sonaran los gritos de los niños y el llanto de las madres. Ojala las palabras pudieran recoger el odio que corre por las venas y la furia encendida que aprieta el gatillo o empuña el machete. Ojala las palabras sirvieran de algo que no fuese confundir. Ojala fueran fieles a la realidad y no la distorsionaran. Ojala mostraran su rostro en vez de alejarla al lugar en donde ya no nos importa. Ojala pudieran evitar que todo suceda una y otra vez. Ojala cada uno no tuviera que esperar a vivir su propia realidad para comprender lo que está leyendo. Ojala las palabras pudieran transformarnos.
Recuerde esto: Usted no puede entender, pero puede entender que no entiende. La lucha es por traer de vuelta lo sagrado, por recuperar el sentido y la seriedad de la vida. Es encarar los demonios, los instintos primitivos y brutales que sublimamos a través de las cadenas de noticias y las portadas de los diarios. Después de todo, aún no hemos olvidado a los gladiadores, sólo les hemos construido nuevos coliseos.
El sueño de un hombre más justo y más libre es el de un mundo fundamentado en la imposibilidad del crimen, donde el asesinato es existencialmente intolerable. En algún lugar en donde cada hombre es un fin y no existen seres condenados a servir de medios.

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