Arrojados a la Existencia

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Al afirmar que “el hombre ha sido arrojado a la existencia”, Heidegger expresa con crudeza un aspecto fundamental de la condición humana: Nos encontramos en un mundo hecho del que no somos responsables, sin poder dar cuenta de nuestra propia existencia. La vida, dentro y fuera de nosotros, es un misterio. No contamos con ningún tipo de información que aclare nuestra situación por lo que no queda más opción que relacionarnos con el mundo que encontramos. Si hemos aparecido en este lugar, alguna relación debe existir entre nosotros.
La clave radica en la pregunta inicial, en el cuestionamiento originario: La razón, al despertar, necesita indagar, obedecer a su naturaleza cuestionadora que busca respuestas. Si históricamente se ha definido al hombre como el “animal social”, el “animal político” o el “animal no fijado”, bien cabe agregar a ese conjunto de definiciones la del “animal que pregunta”. Ya hace mucho Kant, Wittgenstein y grandes pensadores de la tradición del pensamiento han reconocido y afirmado que el preguntar es un elemento esencial dentro de la estructura humana, la pregunta es parte de lo que define al hombre y su condición. Sin embargo, la inclinación no remite a cualquier tipo de preguntas, sino específicamente a aquellas que se refieren al sentido y al origen de la existencia. La postura más natural de una mente que despierta a la vida es preguntar cómo llegó hasta allí. Y lo particular no es sólo que estamos vivos y no podemos explicar cómo y por qué, sino que tampoco tenemos respuesta sobre el universo entero que nos rodea y nos sostiene. El asunto en última instancia es la pregunta por el origen de la inconmensurable manifestación de vida presente en el universo. Esta es la situación radical del hombre, y esta condición innegable se ha convertido históricamente en un motor que ha impulsado las mayores empresas que el hombre ha intentado con resultados dispares. Lo fundamental en este sentido es reconocer que no se trata de fantasías o quimeras que el hombre se ha empeñado torpemente en inventar, sino que estas quimeras y fantasías responden a una situación radical que no ha sido resuelta.
El gran error de Feurbach y Marx fue descartar la problemática de Dios y del sentido por el simple hecho de que el hombre necesita de ellos. La realidad es que la necesidad de algo no dice nada de la existencia o inexistencia de una cosa. El origen del problema no es la necesidad del Dios cristiano sino la ausencia de una respuesta que de cuenta de la condición humana originaria: ha sido arrojado a la existencia. El Dios cristiano es una consecuencia, no la causa del problema. Si se quiere, el Dios cristiano es un ensayo de respuesta. Pero al derrumbar este ensayo no podemos pretender que se anule la pregunta. La invalidez de la respuesta no dice nada de la legitimidad de la pregunta. Y en este error han caído muchos filósofos y pensadores a lo largo de la historia: Si la respuesta es infantil, absurda, falsa, mítica o dogmática se descarta automáticamente la pregunta junto al problema como si la relación entre ambas se hubiese invertido. En todo caso, lo absurdo del problema podría anular la mejor de las respuestas, pero no al revés. El hecho de que hasta ahora, y esto es discutible, el hombre haya fracasado en todos sus intentos de respuesta no toca en lo más mínimo la validez de la pregunta y mucho menos atenúa la radicalidad del problema, al contrario, la profundiza. Es absurdo intentar una resolución renegando del preguntar y atacando la legitimidad del problema. Ese camino no conduce a ningún lugar y revela un profundo desconocimiento de lo que es el ser humano. Se convierte en una postura teórica que trabaja con un hombre conceptual inexistente. La historia rebosa de acontecimientos que revelan al preguntar como característica común entre hombres de todas las épocas, de todas las culturas y todas las razas, por lo que, asumir una posición semejante no implica sólo negar la lógica más elemental sino torcer una realidad histórica. No importa cuál sea la opinión respecto de las respuestas producidas en la historia del pensamiento, debe reconocerse que la legitimidad de la pregunta por el sentido de la existencia permanece intacta e irresoluta.

En este sentido, el problema del nihilismo, el problema de la nada, no comienza ni termina con el Dios cristiano. Como se mencionó anteriormente, el Dios cristiano puede ser tomado como un ensayo de respuesta, con la particularidad de que se erigió como columna central de la cultura occidental. Cuando Nietzsche anuncia la muerte del Dios cristiano, con su célebre “Dios ha muerto”, lo hace en cuanto Europa y Occidente entero hallan su identidad impregnada por el espíritu cristiano y enlazado estrechamente con su desarrollo histórico. Reconocía que Europa había sido construida con valores cristianos como ejes fundamentales y por ende, si algún Dios moría y desaparecía, era el cristiano. El Dios en el que el hombre occidental deja de creer es el cristiano. Pero esto no significa que al quedar destruida la ilusión desaparece automáticamente el problema del sentido. Al contrario, se profundiza, se muestra y se hace visible en toda su radicalidad. Es esto lo que comunica la llegada del nihilismo: Ahora, sin respuesta a la pregunta por el sentido, el abismo de la nada se hace más presente que nunca. La agudeza del diagnóstico de Nietzsche se encuentra no sólo en el anuncio de la muerte de dios, sino en el reconocimiento de la crisis existencial que le esperaba a la humanidad producto del vacío y del encuentro con la nada. De ahí la necesidad de establecer nuevos valores que afirmen la vida y la doten nuevamente de sentido. Era necesario superar el nihilismo, construir una respuesta.

Ciertamente occidente se abocó a ello pero, como también denunció Nietzsche, lo hizo sustituyendo a Dios por otra cosa. Al hombre desencantado de Dios lo invadió una actitud religiosa hacia todo tipo de ideas, teorías y conceptos. Se dedicó a pensar y construir para luego jugar a que no fue él mismo quien hizo de creador y de criatura. La religión de Dios dio paso a la religión del hombre.

Será la historia quien diga por cuánto tiempo podremos pretender que somos capaces de explicar nuestra propia existencia e incluso la del universo. Era éste uno de los mayores temores de Nietzsche y nuevamente tuvo razón. No ha habido superación, tan sólo substitución y ya hemos experimentado con creses las consecuencias de esta rebelión: La Alemania nazi y el régimen de terror soviético se asoman desde un pasado todavía reciente.

Sin embargo, en contra de toda evidencia, algunos elementos dentro del pensamiento postmoderno asumen una posición profundamente cínica y desencantada que no se contenta con negar a Dios, cuya inexistencia asumen ya como axioma irrefutable, sino que atacan con vehemencia y desdén la legitimidad de la pregunta por el sentido. Como si el preguntar por el origen o el sentido de la vida fuese producto de un mal uso del lenguaje, de condicionamientos culturales que responden a una tradición mítico-religiosa o a alguna enfermedad mental asociada con la ignorancia y la obstinación más empecinada y primitiva. La postmodernidad ha ridiculizado la idea misma de la nada y del nihilismo, catalogándolos como un anverso del mito de Dios. Para ellos el nihilismo y Dios se identifican, son polos opuestos que se tocan: La existencia de uno exige al mismo tiempo la del otro. Si no hay Dios, que es Todo, tampoco puede haber Nada. Se empeñan en derrumbar y desterrar para siempre los sistemas idealistas totales y metafísicos de los que, según ellos, se derivan estas preguntas por la existencia y el sentido. Nuevamente se hace patente el profundo desconocimiento que acusan respecto del ser humano. El problema del nihilismo no empieza ni terminar con el Dios cristiano o con alguna postura filosófica. La búsqueda de sentido no es propiedad exclusiva de ningún sistema de pensamiento. Parece que tanta información, tanta tradición y herencia, tanta complejidad y sofisticación los han embotado con moldes, filtros, prejuicios y asunciones que impiden una aproximación sensata a la realidad. La ecuanimidad se ha diluido entre el caos de un pensamiento en crisis encerrado en su propio laberinto. Atrapados en su tradición cultural e histórica son incapaces de cruzar las fronteras de la mente occidental.

Es inevitable pensar en Camus cuando recuerda que el nihilismo posee dos caras: No es nihilista únicamente el hombre que se abraza a la nada, también lo es aquel que cree en lo que no es. La ilusión y el error son las paredes del abismo, nos encierran y nos hacen tropezar. No basta con que el hombre se abrace a algo, es necesario que ese algo sea verdadero. El problema es La Verdad. El problema es que el hombre necesita una certeza definitiva y absoluta pero no la encuentra. El problema es que el hombre busca instintivamente un sentido universal pero es incapaz de aprehenderlo. El problema es que la pregunta se ha impuesto, se impone y se impondrá más allá de las palabras, más allá de las ideas y por encima de cualquier posición teórica. Se impone porque la pregunta nos define, la pregunta nos impulsa, la pregunta nos constituye y nos configura. La pregunta es el desgarramiento, el reconocimiento de la diferencia y de la ausencia.

Portadores de palabras en un universo silente: El drama sigue en pie; la amenaza de la nada inmensa. Parece oportuno recordar a Heidegger cuando describía la vida como la construcción de un puente sobre la nada que se va haciendo a medida que vamos avanzando, y que sólo en ese suelo propio hallamos sostén frente a la poderosa atracción de un vacío que va descubriéndose a medida que avanza nuestro puente. Pero la construcción del puente pasa por el reconocimiento de la condición humana y de sus límites para explicar su propia existencia. El puente supone un ejercicio de honestidad y humildad en el que se reconozcan los condicionamientos y las fronteras del pensamiento frente a lo inefable. Desde los límites de la razón, descartemos la obstinada pretensión de un universo racional susceptible de ser arropado por palabras y conceptos. No es un asunto de asumir posturas místicas o de dar saltos de fe, se trata más bien de reconocer la naturaleza paradójica de la realidad, de admitir los espacios que parecen negarse a ser aprehendidos racionalmente y que desnudan en toda su impotencia la incapacidad de un lenguaje que no puede dar cuenta de un universo que, en última instancia, se nos muestra indescifrable. Es asumir que aunque necesitamos sostenernos con certezas podemos aprender a vivir sin ellas dejando abierta la noción de una posibilidad, abriéndonos al instinto que susurra al ser del mundo: Aquel secreto que aún no sabemos escuchar.

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